LOS AVIONES EN TEGUCIGALPA NO ATERRIZAN… ¡“CAEN”!

Desde San José de Costa Rica a Tegucigalpa se sobrevuelan unos bosques tupidos y una ristra de montañas de una altitud media de dos mil quinientos metros, aproximadamente.

Las calvas de los picachos casi se pueden tocar con el ala del avión y si el piloto se apresurara, o se las diera de intrépido, les haría cosquillas.

Los bosques quedan anclados en lo hondo de las montañas. El terreno, agreste y quebrado, es variadísimo y se regala entre subidas y zonas umbrías como si la piel de Honduras estuviese picada de viruela.

Agustín de Foxá, que también se alzó a estas latitudes, recuerda a Honduras como “montañosa, fruncida, verde, honda, como su nombre”.

Ahora bien, Honduras, al menos nominalmente, engaña, pues con ese nombre recortado tristón y en profundidad oculta o vela un cuerpo vasto, rico en recursos, jaranero como la gente que lo pisa.

Porque el hondureño es persona abierta y agradable al trato y dispuesto siempre a pegar la hebra con la sabía compañía de un “highball” a tiempo.

En Honduras, la gente sabe que las bellezas naturales no están reñidas con el “drinking” a la hora justa.

Honduras, desde lejos, es decir, a través de los libros o de comentarios que se llenan, parece menos de lo que es.

La misma Tegucigalpa —el Monte de Plata de la tradición—, de la que nos habían hablado en diminutivos, al encarnárnosla pudimos apreciar que en puridad se trata de un poblachón enorme que se desperdiga trepando por un sinfín de colinas, como si fuera una Roma en pequeño, y valga la comparación, que no vale, pero que queda.

Lo que no da apego al viajero es la pista de aterrizaje de Tegucigalpa, tan pequeña y de unas proporciones tan limitadas que bien parecen propias de un aeroclub.

El aeropuerto está ubicado a medio camino de una encrucijada de montañas que lo aprietan, y, por eso, no puede dar más de sí.

La pista de aterrizaje termina en un barranco ancho y tajante y el aterrizar tiene que hacerse de una forma muy breve y los pilotos deben atinar en su maniobra. Por eso creo que los aviones en Tegucigalpa no aterrizan, sino que “caen” como pueden y se les deja.

Y nuestro aterrizaje, que fue óptimo, dentro de lo escueto vino a ser como patinar en un trampolín de una piscina sin agua. Gracias a Dios se frenó a tiempo y no hubo chapuzón en seco.

La primera sorpresa del cielo y de la tierra hondureña es la alegría de toda la naturaleza. El aire que sopla es bullanguero, transparente, que orea las mentes y el cuerpo ante la vigilante mirada de un sol alto y benevolente.

Este no “pega”, sino que se limita a dar suaves golpes en la espalda. Las montañas que vemos aquí y allá son como las de Guadarrama, de picos en sierra y en un cielo azul fijo que los mantiene y enmarca.

(Extracto de “un avión al caer”, publicado por el diplomático español luis marañón en 1968 en su libro centroamérica paso a paso).